El teatro de la vida

Autor: Edgar Sega /

Un golpe.
El niño despierta desorientado. No está en casa, ahora lo recuerda. Otro golpe. Esta vez es capaz de identificar su procedencia: bajo la habitación donde se encuentra. Alguien —no es capaz de reconocerlo— entra y él se hace el dormido. El extraño coge una llave escondida bajo un mueble, abre una trampilla que hay al fondo del cuarto y desaparece por unas escaleras. Cuando vuelve, cierra la trampilla, deja la llave y regresa al comedor. El niño se incorpora y mira por la rendija de la puerta: los mayores todavía están cenando. Sin miedo alguno, se hace con la llave y desciende al sótano.
Allí encuentra una sala con una veintena de butacas frente a un telón de terciopelo rojo. Al pasar entre ellas ve una máscara sobre cada asiento, a cual más terrorífica. Coge una de un rostro chamuscado y la contempla embelesado. Un nuevo golpe lo distrae. Proviene del otro lado del telón. Lo abre y tiene que taparse la boca para ahogar el grito: de una barra cuelgan varias cadenas terminadas en ganchos que atraviesan el cuerpo desnudo de una muchacha, sosteniéndola a dos metros de altura. Sus heridas gotean tanta sangre que se ha formado un charco en el suelo. Se acerca a la chica —nunca ha visto una desnuda— y, al tocarla, convulsiona. La barra que la sujeta choca contra una pared adornada con cuchillos sanguinolentos, produciendo otro golpe.
—Ayúdame —agoniza.
Retrocede hasta topar con algo. Al girarse ve a la misma persona de antes, solo que con cara de monstruo.
—Acompáñame —dice poniéndole la mano sobre el hombro.
Lo conduce al comedor, donde se encuentra con sus padres, que lo miran sorprendidos.
—¿Qué ocurre?
—Estaba en el teatro —pronuncia el monstruo.
Su madre se acerca a él sonriendo.
—¿Te ha gustado? —pregunta.
—Aún no tiene edad —intercede su padre.
—¡Tonterías! —exclama ella poniéndole la máscara que aún llevaba en las manos—.  Acompáñanos, cariño, te dejaremos interpretar un papel.

Nadie puede ver cómo sonríe bajo el rostro chamuscado.

Pescadores

Autor: Edgar Sega /

Al concluir la gran guerra, los supervivientes formamos tribus a orillas del río. A nosotros, los débiles, nos tocó el curso inferior, donde apenas llegaban peces. Pero subsistíamos gracias a dos reglas: nunca sumarnos a las disputas por la parte superior y estar atentos cuando los cadáveres bajasen flotando.

Agua curativa

Autor: Edgar Sega /

Los efluvios de las pozas eran cada vez más pestilentes. Los lugareños especulaban sobre qué animal podría estar descomponiéndose ahí abajo. Nadie imaginaba que, desde que el pueblo decidió comercializar el agua milagrosa que manaba de la sierra, el hedor del dinero sucio debía salir por algún lado.

Hijos de las favelas

Autor: Edgar Sega /


Desamparados, ahogados en la pobreza y con la droga como mejor aliada, visten de violencia cualquier acto para sobrevivir. Su padre, compungido, los observa desde la cima del Corcovado, incapaz de hacer nada por ellos. Justo antes de consumar el abrazo que los salvaría, fue petrificado.





El refresco

Autor: Edgar Sega / Etiquetas:

Al ver que se abría la puerta, la chica salió en un santiamén, desorientada y con un velo de niebla en los ojos. Tiritaba con violencia, provocando que la escarcha que cubría su piel escapara de su cuerpo desnudo. Empezó a recuperar la vista para toparse de frente con la mirada de su anfitrión, tan oscura como una noche eterna. Escapó de ella dirigiendo los ojos hacia abajo. Sus pechos, otrora hermosos, tenían un aspecto horrible. Estaban morados y con los pezones tan duros a causa del frío que pensaba que podrían romperse al mínimo roce.
      —¿Yaaa… esss… tá? —pareció sonar entre el castañeo de sus dientes.
      Él no respondió. Le puso el termómetro a escasos milímetros de la frente y midió su temperatura corporal: veinticuatro grados.
      —Solo cinco minutos más, querida, en verano me gusta un poco más fresca —se relamió el vampiro mientras la metía de nuevo en la cámara frigorífica.

Mis 15 minutos de fama

Autor: Edgar Sega / Etiquetas: ,

Cuelgo de la cornisa, con una multitud bajo mis pies y la prensa a punto de aparecer. Por fin daré mi salto triunfal. Desde la plaza, una voz arrastra al público con ella: «¡Va a quemarse a lo bonzo!»
       Cabizbajo, me descuelgo sobre mi ventana. En la tele, alguien arde y yo aplaudo entusiasmado.

La nevera secreta

Autor: Edgar Sega / Etiquetas:

Poseía la temperatura y humedad necesaria para que pudieran desarrollarse en su interior. La materia para su cultivo la aportaban los cuerpos de los adictos al ácido que entraban en la morgue sin que nadie les echara de menos. ¿El resultado? Las mejores setas alucinógenas del país.

Ginoide, placer adulto

Autor: Edgar Sega /

Era tan hermosa como la anunciaban, pero tenía un grave problema: estaba separada por piezas. Acabé poniéndoles una reclamación: lo de "móntela al recibirla" era publicidad engañosa.

La castañera

Autor: Edgar Sega / Etiquetas:

A través de las llamas observa los jóvenes que recorren la Rambla. Los chicos parecen muertos vivientes; las chicas, brujas impúdicas. La anciana ignora quién es John Carpenter, pero a él le debe que no quieran acercarse; ni para comprar castañas, ni para calentarse en su ancestral fuego.

El otro

Autor: Edgar Sega / Etiquetas: ,



Tan brillante como holgazán, había creado un clon para que atendiera sus quehaceres diarios. Se equivocó haciéndolo a su imagen y semejanza, pues también se negaba a trabajar. Decidió acabar con él y crear uno con ese error solucionado.
     El otro tuvo la misma idea cinco minutos antes.

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